8.9.15

Doce fragmentos de niebla


1. Vuelvo a casa. Por el camino veo cómo despiertan los pájaros arropados por nubes grises que se arrastran hasta golpearme el rostro. Es la niebla en el amanecer, que entra en mí para volverse calma y hacer estallar en lo lento mi mirada. Veo detenidamente los edificios, las calles vacías, el sol que se levanta poco a poco entre cortinas de nubes que hacen del cielo algo palpable. Al avanzar la niebla se hace densa, desaparecen las imágenes, las calles, los edificios, todo el horizonte se contrae en lo gris. A tientas voy por este camino que he recorrido mil veces y ahora descubro como por vez primera. He olvidado el deseo de llegar a casa; yo ya no sé qué es una casa. Me detengo y miro mis pies descalzos en el lodo, cierro los ojos un momento para recibir el abrazo de la niebla que es también el abrazo de la contemplación y el asombro. Y van lentos mis pasos entre la espesura hasta que algo se abre en mí sin miedo a la desesperación de la mirada limitada; extrañamente hay en este borroso caminar una sensación de eternidad. Pienso y creo que una transparencia aparecerá en cualquier momento, pero esa certeza se quiebra cuando escucho que mis pasos en lo impredecible son el único centro que arde y por el que ardo, un faro sonoro entre la soledad porque la niebla se ha tragado también todo el ruido del mundo. Piso las hojas secas que crujen como palabras arrancadas de la boca del silencio. Escribir es el camino para aprender a escribir y también para aprender a callar, lo digo ante el sofoco provocado por la niebla, que me da las pistas necesarias para escribir mi caminar en su vientre. Pienso entonces en la escritura y en la posibilidad de construir un mecanismo de transparencias, como si todo el que lee o escribe fuera un explorador de la niebla, un contemplador asombrado.

2. La niebla es la raíz desde la que desentraño mi propio balbuceo, mi inicio, mi caos, la forma imprecisa, lo incomprensible, mi respiración primera. Al caminar entre la niebla tengo la sensación de desenterrarme, de surgir desde la superficie con la desconfianza y la incertidumbre como únicas cuerdas. Recuerdo a José Luis Guerín que asemeja una página en blanco con una mujer a la que solamente puedes mirarle la espalda; la niebla, de alguna manera, es también esa mujer: un camino que enseña por sí mismo cómo recorrerse, cómo abrirse al error con todo el cuerpo.

3. Es propio de los caminos verticales estar acompañados de niebla. Todo viaje, sea cual sea, es un viaje vertical. Hay que recordar lo que dice Juan Eduardo Cirlot sobre el viaje entendido desde un ángulo espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo. Me detengo a mirar un insecto que trepa por el tronco de un árbol seco; tengo ganas de preguntarle por qué sube. Descubo un patrón en su andar, cada cuatro pasos se detiene unos segundos para acomodarse y después volver a dar varios pasos seguidos, tras lo cual vuelve a detenerse, posicionarse y seguir subiendo. De su quietud surge la determinación de avanzar sin ningún titubeo. Imagino a ese insecto en una travesía espiritual, trepando por lo vertical sin ningún motivo más que la casualidad. ¿Con qué fin? ¿Qué busca en un árbol seco? El insecto ha subido una distancia considerable y yo lo miro desde abajo; la ilusión óptica de que va trepando hacia el cielo detiene todo pensamiento en mí. ¿Con qué fin? Puedo contestarlo ahora: con el fin del fin.

4. Silvia Plath comparaba el poema con una artesanía. Al principio surge el deseo por crear una mesa, pero ese deseo debe ser acoplado a las posibilidades reales de hacer dicha mesa mediante un contentarse: si no podemos hacer una mesa debemos abrir la posibilidad de hacer una silla o un juguete. En la niebla uno se contenta con la visibilidad disponible, ya que arrojar una luz entre la bruma sería cegarse todavía más: la niebla es un espejo para la luz y la luz no necesita de espejos: ella es el espejo mismo; la niebla es, en todo caso, una exhortación a las tinieblas: aquí en la niebla uno se contenta con el pedazo de piso que sostiene sus pasos y no solo se contenta, lo agradece.

5. No hay predicamento aquí en la niebla, ni enseñanzas ni argumentos. Hay camino impreciso, pasmo, descubrimiento; el deseo y su supresión jugando un juego de silencios. Esta bruma que me imposibilita la imagen me permite a su vez seguir deseándola. Es la ausencia de imagen lo que me sitúa en un estadio primario del ser, soy ese hombre que mira al cielo sin saber qué es el cielo; aquí, en esta infinita esquina existencial dónde no hay puertas que cruzar, es desde donde todo ojo lanza su grito. Se trata de la niebla como generador incesante de desiertos, la niebla como la entraña de lo imperfecto, donde todo es frágil, precario, donde todo está por ser, dónde la desaparición nos corroe las manos mientras ellas tejen en la niebla una casa sin muros, que necesitamos porque necesitamos una ausencia ya que hasta el propio corazón se calla para seguir latiendo, una ausencia porque somos vulnerables al sueño, porque sin ausencia nada hubiera aparecido nunca, ni el cabello, ni los dientes, ni el amor, ni el silencio de Dios que es tan parecido a la niebla.

6. Anochece y me pregunto si será posible encender una hoguera entre toda esta humedad. Esta niebla es un espasmo y ahora que he perdido el rumbo, imagino que el arte no es un refugio sino un instante desértico previo al fuego, o bien, una disciplina de la niebla que nos hace ser ese instante, que es como un daga fría que penetra sin hallar fondo en el tiempo y que rasga los segundos y los años. La belleza –dice Pascal Quignard– es la llama de una vela en medio de la tristeza, del dinero, del desprecio, de la soledad, de la noche. La belleza, podría decir con Quignard, es también una vela en la niebla y nosotros una mariposa incendiada por su fuego, nosotros un humo de alas desesperado que intenta escuchar esa nada que grita en el crepitar, esa nada que según el mismo Quignard es Dios, ese corazón blanco al que no podemos acercar el rostro sin gritar de dolor. 

7. Te gustaría que alguien te tomara de la mano y te llevara por este lugar desconocido; que te dirigiera empujándote y gritando palabras hermosas hacia el camino que conduce a ese otro camino, ese que tendrás que recorrer en soledad. Te gustaría que ahí mismo ese alguien dijera que no hay solución para la vida y te diera con ello tu calma, tu ecuánime resignación. Tal vez te den ganas de abrazarlo para aferrarte a él, pero cuando esto suceda él dará una orden y desaparecerá después entre la niebla: la vida pende del hilo de la muerte, la muerte del hilo de la vida: ¡corta ese hilo! Enmudecerás para empezar a recorrer el camino de nuevo, irás entre los manzanos del silencio en busca de una palabra. Verás ahí que respiras más allá de la vida y de la muerte, que eres tu único maestro. Agradecerás a aquel que te empujo a la soledad, a la niebla. Recordarás el consejo que te dijo un día de juventud el poeta Paul Celan: no ver diferencia entre un apretón de manos y un poema, y le darás así la mano y el cuerpo a la niebla.

8. La niebla es un influjo directo a tus movimientos; las cosas dejan de ser y empiezan a funcionar. En la niebla todo está a punto de terminar, o a punto de iniciar, pero ninguna de las dos cosas sucede. La niebla es lo infinito y lo que ocurre ahí es una atención incentivada por la ausencia de forma. Todo es inacabado y nada ha empezado aquí en la niebla. La niebla es un puente hacia el vacío. Ese vacío es lo no culminado, la no concreción, la incertidumbre, el flujo inmediato del tiempo ante la impermanencia de las formas: el instante. No tengo sueño, no quiero dormir; esta niebla me mantiene despierto más allá de mis fuerzas. ¿Qué se podría construir aquí? Ni refugio ni hogueras. La única construcción posible es el camino mismo, mis pasos. Ver entre la niebla es crear vacío dentro de uno. Establecer un espacio y un tiempo para la visión por medio de la generación incesante de dicho vacío, un vacío que se descubre cómo se descubre por vez primera el mar. El mismo vacío del que hablaban los taoístas, una no cosificación: no el ser del universo sino su funcionamiento siempre inconcluso, siempre presente.

9. ¿Alguien ha podido dejar de mirar la luz? ¿Alguien? La niebla es la noche de los que no pueden dejar de mirar la luz, su pan de cada día. ¿Dónde nos prometeríamos la luz sino aquí en la niebla? Habría que preguntarle también a los santos. Quien oye bien se aparta del mundo, nos diría San Agustín. ¿Será posible decir lo mismo en relación con la niebla? Decir, por ejemplo, que quien ve bien se aparta del mundo y que solamente entre la niebla se está en el mundo. Recuerdas lo escrito por Cioran que te funciona aquí en la noche como una vela: Mirar sin saber que miramos, leer sin sopesar que leemos.

10. La niebla es un útero de misterios. No es la representación de la confusión sino de la incertidumbre, ese instante entre la oscuridad y la luz, que funciona como un ejercicio de paciencia mediante la revelación lenta de las formas: entre lo buscado y nosotros siempre la niebla. Para encontrar lo buscado hay que enamorarse de la niebla que es también una emoción, la cuerda de un funambulista exiliado del circo pero con el mundo como circo.

11. Quiero ser la niebla, que espera en su aparente quietud por el viento que la disuelva hasta quedar ahí, como una niebla sin niebla. Pienso en Kierkegaard que a su vez pensaba en un prisionero al que una araña le proporcionaba considerable entretenimiento, pienso en su propuesta de las limitaciones como un fertilizante de la inventiva. La atención que extrae de mí la niebla es inventiva misma; de eso se trata inventar, creo ahora, de ir entre la niebla.


12. Amar algo que está a punto de nacer y no nace nunca, eso ama el que escribe. En la niebla hay un impasse de vacío, un callado equilibrio, un momento de duda sin duda. Pessoa hablaba del sentimiento que le produjo un día la niebla: el corazón deshecho en la cabeza, los sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta, un apurar de algo anímico como lo oído, hacia una revelación definitiva, inútil, siempre apareciendo ya, como la verdad, siempre, como la verdad, gemela del nunca aparecer. Es el ensayo la forma literaria de la niebla. Decir la propia acción de aprendizaje, decir nuestra presencia, nuestra ignorancia, o tal vez simplemente descubrirla como descubre su camino un caminante de la niebla, ese lugar en el que no hay ideas sino visión más allá de la visión. Se preguntaba Paul Celan: ¿Quién dice que se nos murió todo cuando se nos quebraron los ojos? Todo despertó, todo comenzó. En la niebla no somos una mente sino una presencia total. Una negación a la niebla es una negación al error y toda negación al error es una negación a la verdad, una negación a eso que no aparece nunca, a eso que siempre comienza.