Doce fragmentos de niebla
1. Vuelvo
a casa. Por el camino veo cómo despiertan los pájaros arropados por nubes
grises que se arrastran hasta golpearme el rostro. Es la niebla en el amanecer,
que entra en mí para volverse calma y hacer estallar en lo lento mi mirada. Veo
detenidamente los edificios, las calles vacías, el sol que se levanta poco a
poco entre cortinas de nubes que hacen del cielo algo palpable. Al avanzar la
niebla se hace densa, desaparecen las imágenes, las calles, los edificios, todo
el horizonte se contrae en lo gris. A tientas voy por este camino que he
recorrido mil veces y ahora descubro como por vez primera. He olvidado el deseo
de llegar a casa; yo ya no sé qué es una casa. Me detengo y miro mis pies
descalzos en el lodo, cierro los ojos un momento para recibir el abrazo de la
niebla que es también el abrazo de la contemplación y el asombro. Y van lentos
mis pasos entre la espesura hasta que algo se abre en mí sin miedo a la
desesperación de la mirada limitada; extrañamente hay en este borroso caminar
una sensación de eternidad. Pienso y creo que una transparencia aparecerá en
cualquier momento, pero esa certeza se quiebra cuando escucho que mis pasos en
lo impredecible son el único centro que arde y por el que ardo, un faro sonoro
entre la soledad porque la niebla se ha tragado también todo el ruido del
mundo. Piso las hojas secas que crujen como palabras arrancadas de la boca del
silencio. Escribir es el camino para aprender a escribir y también para
aprender a callar, lo digo ante el sofoco provocado por la niebla, que me da
las pistas necesarias para escribir mi caminar en su vientre. Pienso entonces
en la escritura y en la posibilidad de construir un mecanismo de
transparencias, como si todo el que lee o escribe fuera un explorador de la
niebla, un contemplador asombrado.
2. La
niebla es la raíz desde la que desentraño mi propio balbuceo, mi inicio, mi
caos, la forma imprecisa, lo incomprensible, mi respiración primera. Al caminar
entre la niebla tengo la sensación de desenterrarme, de surgir desde la
superficie con la desconfianza y la incertidumbre como únicas cuerdas. Recuerdo
a José Luis Guerín que asemeja una página en blanco con una mujer a la que
solamente puedes mirarle la espalda; la niebla, de alguna manera, es también
esa mujer: un camino que enseña por sí mismo cómo recorrerse, cómo abrirse al
error con todo el cuerpo.
3. Es
propio de los caminos verticales estar acompañados de niebla. Todo viaje, sea
cual sea, es un viaje vertical. Hay que recordar lo que dice Juan Eduardo
Cirlot sobre el viaje entendido desde un ángulo espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la
tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia
que se deriva del mismo. Me detengo a mirar un insecto que trepa por el
tronco de un árbol seco; tengo ganas de preguntarle por qué sube. Descubo un
patrón en su andar, cada cuatro pasos se detiene unos segundos para acomodarse
y después volver a dar varios pasos seguidos, tras lo cual vuelve a detenerse,
posicionarse y seguir subiendo. De su quietud surge la determinación de avanzar
sin ningún titubeo. Imagino a ese insecto en una travesía espiritual, trepando
por lo vertical sin ningún motivo más que la casualidad. ¿Con qué fin? ¿Qué
busca en un árbol seco? El insecto ha subido una distancia considerable y yo lo
miro desde abajo; la ilusión óptica de que va trepando hacia el cielo detiene
todo pensamiento en mí. ¿Con qué fin? Puedo contestarlo ahora: con el fin del
fin.
4. Silvia
Plath comparaba el poema con una artesanía. Al principio surge el deseo por
crear una mesa, pero ese deseo debe ser acoplado a las posibilidades reales de
hacer dicha mesa mediante un contentarse:
si no podemos hacer una mesa debemos abrir la posibilidad de hacer una silla o
un juguete. En la niebla uno se contenta con la visibilidad disponible, ya que
arrojar una luz entre la bruma sería cegarse todavía más: la niebla es un
espejo para la luz y la luz no necesita de espejos: ella es el espejo mismo; la
niebla es, en todo caso, una exhortación a las tinieblas: aquí en la niebla uno
se contenta con el pedazo de piso que sostiene sus pasos y no solo se contenta,
lo agradece.
5. No
hay predicamento aquí en la niebla, ni enseñanzas ni argumentos. Hay camino
impreciso, pasmo, descubrimiento; el deseo y su supresión jugando un juego de
silencios. Esta bruma que me imposibilita la imagen me permite a su vez seguir
deseándola. Es la ausencia de imagen lo que me sitúa en un estadio primario del
ser, soy ese hombre que mira al cielo sin saber qué es el cielo; aquí, en esta
infinita esquina existencial dónde no hay puertas que cruzar, es desde donde
todo ojo lanza su grito. Se trata de la niebla como generador incesante de
desiertos, la niebla como la entraña de lo imperfecto, donde todo es frágil,
precario, donde todo está por ser, dónde la desaparición nos corroe las manos
mientras ellas tejen en la niebla una casa sin muros, que necesitamos porque
necesitamos una ausencia ya que hasta el propio corazón se calla para seguir
latiendo, una ausencia porque somos vulnerables al sueño, porque sin ausencia
nada hubiera aparecido nunca, ni el cabello, ni los dientes, ni el amor, ni el
silencio de Dios que es tan parecido a la niebla.
6. Anochece
y me pregunto si será posible encender una hoguera entre toda esta humedad.
Esta niebla es un espasmo y ahora que he perdido el rumbo, imagino que el arte
no es un refugio sino un instante desértico previo al fuego, o bien, una
disciplina de la niebla que nos hace ser ese instante, que es como un daga fría
que penetra sin hallar fondo en el tiempo y que rasga los segundos y los años.
La belleza –dice Pascal Quignard– es la llama de una vela en medio de la
tristeza, del dinero, del desprecio, de la soledad, de la noche. La belleza,
podría decir con Quignard, es también una vela en la niebla y nosotros una
mariposa incendiada por su fuego, nosotros un humo de alas desesperado que
intenta escuchar esa nada que grita en el crepitar, esa nada
que según el mismo Quignard es Dios, ese corazón blanco al que no
podemos acercar el rostro sin gritar de dolor.
7. Te
gustaría que alguien te tomara de la mano y te llevara por este lugar
desconocido; que te dirigiera empujándote y gritando palabras hermosas hacia el
camino que conduce a ese otro camino, ese que tendrás que recorrer en soledad.
Te gustaría que ahí mismo ese alguien dijera que no hay solución para la vida y
te diera con ello tu calma, tu ecuánime resignación. Tal vez te den ganas de
abrazarlo para aferrarte a él, pero cuando esto suceda él dará una orden y
desaparecerá después entre la niebla: la
vida pende del hilo de la muerte, la muerte del hilo de la vida: ¡corta ese
hilo! Enmudecerás para empezar a recorrer el camino de nuevo, irás entre
los manzanos del silencio en busca de una palabra. Verás ahí que respiras más
allá de la vida y de la muerte, que eres tu único maestro. Agradecerás a aquel
que te empujo a la soledad, a la niebla. Recordarás el consejo que te dijo un
día de juventud el poeta Paul Celan: no ver diferencia entre un apretón de
manos y un poema, y le darás así la mano y el cuerpo a la niebla.
8. La
niebla es un influjo directo a tus movimientos; las cosas dejan de ser y
empiezan a funcionar. En la niebla todo está a punto de terminar, o a punto de
iniciar, pero ninguna de las dos cosas sucede. La niebla es lo infinito y lo
que ocurre ahí es una atención incentivada por la ausencia de forma. Todo es
inacabado y nada ha empezado aquí en la niebla. La niebla es un puente hacia el
vacío. Ese vacío es lo no culminado, la no concreción, la incertidumbre, el
flujo inmediato del tiempo ante la impermanencia de las formas: el instante. No
tengo sueño, no quiero dormir; esta niebla me mantiene despierto más allá de
mis fuerzas. ¿Qué se podría construir aquí? Ni refugio ni hogueras. La única
construcción posible es el camino mismo, mis pasos. Ver entre la niebla es
crear vacío dentro de uno. Establecer un espacio y un tiempo para la visión por
medio de la generación incesante de dicho vacío, un vacío que se descubre cómo
se descubre por vez primera el mar. El mismo vacío del que hablaban los
taoístas, una no cosificación: no el ser del universo sino su funcionamiento
siempre inconcluso, siempre presente.
9. ¿Alguien
ha podido dejar de mirar la luz? ¿Alguien? La niebla es la noche de los que no
pueden dejar de mirar la luz, su pan de cada día. ¿Dónde nos prometeríamos la
luz sino aquí en la niebla? Habría que preguntarle también a los santos. Quien
oye bien se aparta del mundo, nos diría San Agustín. ¿Será posible decir lo
mismo en relación con la niebla? Decir, por ejemplo, que quien ve bien se
aparta del mundo y que solamente entre la niebla se está en el mundo. Recuerdas
lo escrito por Cioran que te funciona aquí en la noche como una vela: Mirar sin saber que miramos, leer sin
sopesar que leemos.
10. La
niebla es un útero de misterios. No es la representación de la confusión sino
de la incertidumbre, ese instante entre la oscuridad y la luz, que funciona
como un ejercicio de paciencia mediante la revelación lenta de las formas:
entre lo buscado y nosotros siempre la niebla. Para encontrar lo buscado hay
que enamorarse de la niebla que es también una emoción, la cuerda de un
funambulista exiliado del circo pero con el mundo como circo.
11. Quiero
ser la niebla, que espera en su aparente quietud por el viento que la disuelva
hasta quedar ahí, como una niebla sin niebla. Pienso en Kierkegaard que a su
vez pensaba en un prisionero al que una araña le proporcionaba considerable
entretenimiento, pienso en su propuesta de las limitaciones como un fertilizante
de la inventiva. La atención que extrae de mí la niebla es inventiva misma; de
eso se trata inventar, creo ahora, de ir entre la niebla.
12. Amar
algo que está a punto de nacer y no nace nunca, eso ama el que escribe. En la
niebla hay un impasse de vacío, un callado equilibrio, un momento de duda sin
duda. Pessoa hablaba del sentimiento que le produjo un día la niebla: el corazón deshecho en la cabeza, los
sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta, un apurar de algo
anímico como lo oído, hacia una revelación definitiva, inútil, siempre
apareciendo ya, como la verdad, siempre, como la verdad, gemela del nunca
aparecer. Es el ensayo la forma literaria de la niebla. Decir la propia
acción de aprendizaje, decir nuestra presencia, nuestra ignorancia, o tal vez
simplemente descubrirla como descubre su camino un caminante de la niebla, ese
lugar en el que no hay ideas sino visión más allá de la visión. Se preguntaba
Paul Celan: ¿Quién dice que se nos murió
todo cuando se nos quebraron los ojos? Todo despertó, todo comenzó. En la
niebla no somos una mente sino una presencia total. Una negación a la niebla es
una negación al error y toda negación al error es una negación a la verdad, una
negación a eso que no aparece nunca, a eso que siempre comienza.